El
sueño del abuelo.
El abuelo tenía los pulmones
demasiado endurecidos por los golpes de tos que los años habían anidado en
ellos después de los estacionales abandonos de las cigüeñas. Cuando el aire
solano cicatrizaba en esculturas, casi inmóviles, los humos que salían de las
chimeneas de las casas, el abuelo se sentaba en su mesa camilla con su vista
vuelta a la calle, a la plaza de su pueblo. No había otra cosa que le gustara
más que ver pasar a sus paisanos por delante de su casa, hecho que movía la
memoria del fatigado abuelo, pues cuando veía a algún conocido él mismo se
retrotraía del presente y volaba en busca de parientes, de familiares o de
algunos conocidos que apadrinaron el mote del transeúnte del otro lado de la
ventana. El calor del brasero y al monótono ruido de la bombona de oxigeno
hicieron que el cansado abuelo tomara el tren de un leve sueño sin apearse de
las orejeras de su sillón. Con la boca abierta y con pespuntes de placidez
sobre su arrugado rostro, el abuelo soñaba; se fue a tiempos futuros
encontrándose con su pueblo que apenas reconocía. Vio a sus paisanos muy
cambiados. Hasta la forma de hablar entre ellos le pareció de lo más raro, y
claro, no entendía nada. Por las calles no pasaba casi nadie y los pocos que se
atrevían a andar por las estrechas aceras eran jóvenes de nerviosos pasos y
prisas por pisar el destino marcado por sus pies. En los parques, bueno, sólo
quedaba uno en todo el pueblo, el de la plaza, no vio a ninguna madre con su
hijo de la mano en busca del saludable ratito de sol, no vio a ningún niño
columpiándose para reto con la graveza de su cuello, no vio a ningún abuelo
echar trozos de pan a los gorriones que medio habitaban los tupidos árboles que
perfilaban los jardincillos. No vio ningún pajarillo bebiendo en el tímido
aljibe que emergía del pie de la vetusta, pero todavía fresca fuentecilla. ¿Era
cierto lo que estaba viendo? ¿Serían así las cosas en un futuro? El abuelo
continuó paseando en sus ensoñaciones y se dio cuenta que lo único conocido del
lugar, en un ya muy lejano día de su experimentada memoria, que fue su pueblo,
era un viejo, un muy viejo árbol que estaba en medio de la plaza. Su tronco era
muy grueso, bastante oscuro y con muchos surcos y pliegues en su dura corteza.
Sus raíces estaban encarceladas bajo el solado de la misma plaza, por lo que a
su vida también le costaba salir hacia arriba, aunque sus hojas eran grandes,
de bordes carnosos y de un verde limpio. Miró detenidamente al añejo árbol y se
reconoció de inmediato. Era él mismo. Su deseo de reencarnarse en árbol se
había cumplido. ¿Pero para qué? El abuelo quiso perpetuase en árbol durante los
tiempos para ver a su familia, a las gentes que de su sangre serían nudos de
cuerda cerrada, quería pisar las tierras de su pueblo, recorrer sus calles, ver
los juegos de los niños en los parques, sentir en las esquinas las charlas de
las vecinas que se encuentran a manos cambiadas de idas o de vueltas, ver bajo
sus ramas a los ancianos haciendo castillos con los recuerdos, con las experiencias
ya idas tras los innumerables pitillos quemados entre los labios secos. Su
deseo se cumplió sin recibo, pero sus descendientes ya no eran su familia, las
gentes del pueblo ya no eran sus paisanos, y todo porque el futuro no se
ofreció a su único tiempo.
La boca seca del abuelo produjo un
ronquido fuerte y profundo, rescatando su vigilia hasta sus irises azulados por
los pinceles de los años. – He dormido la siesta del burro -, me dijo con su
gracejo de añadas pasas al verme tomar un aperitivo a la espera de su despertar
y empezar a comer. Mientras saboreamos la caliente y sabrosa sopa del
contundente cocido de carnaval, me contó su sueño.