miércoles, 18 de mayo de 2016


Hombre, Persona, Frustración, Retrato



El sueño del abuelo.

El abuelo tenía los pulmones demasiado endurecidos por los golpes de tos que los años habían anidado en ellos después de los estacionales abandonos de las cigüeñas. Cuando el aire solano cicatrizaba en esculturas, casi inmóviles, los humos que salían de las chimeneas de las casas, el abuelo se sentaba en su mesa camilla con su vista vuelta a la calle, a la plaza de su pueblo. No había otra cosa que le gustara más que ver pasar a sus paisanos por delante de su casa, hecho que movía la memoria del fatigado abuelo, pues cuando veía a algún conocido él mismo se retrotraía del presente y volaba en busca de parientes, de familiares o de algunos conocidos que apadrinaron el mote del transeúnte del otro lado de la ventana. El calor del brasero y al monótono ruido de la bombona de oxigeno hicieron que el cansado abuelo tomara el tren de un leve sueño sin apearse de las orejeras de su sillón. Con la boca abierta y con pespuntes de placidez sobre su arrugado rostro, el abuelo soñaba; se fue a tiempos futuros encontrándose con su pueblo que apenas reconocía. Vio a sus paisanos muy cambiados. Hasta la forma de hablar entre ellos le pareció de lo más raro, y claro, no entendía nada. Por las calles no pasaba casi nadie y los pocos que se atrevían a andar por las estrechas aceras eran jóvenes de nerviosos pasos y prisas por pisar el destino marcado por sus pies. En los parques, bueno, sólo quedaba uno en todo el pueblo, el de la plaza, no vio a ninguna madre con su hijo de la mano en busca del saludable ratito de sol, no vio a ningún niño columpiándose para reto con la graveza de su cuello, no vio a ningún abuelo echar trozos de pan a los gorriones que medio habitaban los tupidos árboles que perfilaban los jardincillos. No vio ningún pajarillo bebiendo en el tímido aljibe que emergía del pie de la vetusta, pero todavía fresca fuentecilla. ¿Era cierto lo que estaba viendo? ¿Serían así las cosas en un futuro? El abuelo continuó paseando en sus ensoñaciones y se dio cuenta que lo único conocido del lugar, en un ya muy lejano día de su experimentada memoria, que fue su pueblo, era un viejo, un muy viejo árbol que estaba en medio de la plaza. Su tronco era muy grueso, bastante oscuro y con muchos surcos y pliegues en su dura corteza. Sus raíces estaban encarceladas bajo el solado de la misma plaza, por lo que a su vida también le costaba salir hacia arriba, aunque sus hojas eran grandes, de bordes carnosos y de un verde limpio. Miró detenidamente al añejo árbol y se reconoció de inmediato. Era él mismo. Su deseo de reencarnarse en árbol se había cumplido. ¿Pero para qué? El abuelo quiso perpetuase en árbol durante los tiempos para ver a su familia, a las gentes que de su sangre serían nudos de cuerda cerrada, quería pisar las tierras de su pueblo, recorrer sus calles, ver los juegos de los niños en los parques, sentir en las esquinas las charlas de las vecinas que se encuentran a manos cambiadas de idas o de vueltas, ver bajo sus ramas a los ancianos haciendo castillos con los recuerdos, con las experiencias ya idas tras los innumerables pitillos quemados entre los labios secos. Su deseo se cumplió sin recibo, pero sus descendientes ya no eran su familia, las gentes del pueblo ya no eran sus paisanos, y todo porque el futuro no se ofreció a su único tiempo.
La boca seca del abuelo produjo un ronquido fuerte y profundo, rescatando su vigilia hasta sus irises azulados por los pinceles de los años. – He dormido la siesta del burro -, me dijo con su gracejo de añadas pasas al verme tomar un aperitivo a la espera de su despertar y empezar a comer. Mientras saboreamos la caliente y sabrosa sopa del contundente cocido de carnaval, me contó su sueño.