miércoles, 15 de abril de 2020

VIAJE POR LAS ESCULTURAS DE JUAN MORAL MORAL.



















VIAJE POR EL MUNDO ESCULTÓRICO
DE
JUAN MORAL MORAL.


  
En un amanecer de un día cualquiera, voy caminando por la gravilla de la casa de los Litospacios. Oigo el peso de mis pasos separando la grava y, sin más, me sale del recuerdo la primera vez que vi a Juan encontrar la forma y manera de organizar, de colocar un primer conjunto de piedras y arenas dentro de un formato nuevo. Aquello no fue difícil, pero sí dificultoso de concretar, de acomodar para la nueva visión de escultura colgada que no tardó en llegar.
Una vez que el crujir de la arena se hace común en mis oídos, me encuentro con una composición, quizá de las primeras, de arenilla sulfatada intensa, fuerte y sobre ella unas lanchas de granito que, como islas, emergen para dar un relieve contundente, efecto que llama de inmediato al acto de la creación. En los bordes de granito y sobre la amarilla tierra machacada, un fino polvo terroso rojo mezclado con núcleos molidos de lava negra. Una composición sencilla, muy natural. Sin embargo, al ya acompañado amanecer por limpio sol, la sencilla obra cambia, minuto a minuto, y va dejando una serie de sensaciones muy diferente en la acción de mi mirar. Todo cambia; los amarillos, el granito, el color pimentón. El Litospacio es otro y más aún cuando las sombras de los relieves mordisquean, ensombreciendo las partes que minutos antes estaban desnudas a la luz.
Las sensaciones que me envolvían iban creciendo entre las rectas cortadas, o de manera tenue, pero pensada, escondidas bajo los relieves salvajes de formas volcánicas, de praderas agostadas de arenas manipuladas por los dedos del escultor como el viento que cada día nos parece diferente, nuevo. La mirada se metía en otras creaciones que dejaban en nacimiento las entrañas de una mina desde sus negros más supurantes, o las formas simientes de tierras ferrosas por las que muchas veces vagué y casi nunca me paré a mirarlas. En casa del escultor Juan la más simple naturaleza se me viene en óperas de formas, de relieves, de huecos, de brisas quietas en su vida de conjunto escultórico para deleite del observador en el que me vi reconocido.
El Sol seguía su tiempo y en el siguiente paso me encontré con unas formas de hierro ya tratado, en el cual los volúmenes, de imaginación desatada, nacían de una geometría concreta y por ello pensada. El hierro bailaba al son del fuego que le dio forma, amplitud y vacíos, mordiéndose de tal manera que ofrecían sus límites de manera fantasmal en un juego de amputaciones y finitudes que daban como resultado amplios y hermosos vacíos escultóricos que me conducían al conjunto del hierro curvado, mordido por la mirada exploradora, mientras que por la parte contraria el mismo hierro se fortalecía con mantos de rocas, de pequeñas piedrecillas y arenas que susurraban el furor tan abrumador de su natural escultura. Aquellas Geometrías Orgánicas, así las denominó Juan, hablaban por sí solas de fuerzas rebeldes al espacio sin más, reclamando su intención de ser, en sí mismas, unos volúmenes abiertos aceptando sólo los límites que la luz les daba. Pero aquellos volúmenes danzando como chamanes al reflejo del fuego, decían más, explotaban en movimientos, en cuevas por donde el céfiro se limpiaba de cualquier costumbrismo que por saberlo siempre ahí, jamás me fijé en su musicalidad. La mirada jugaba al escondite con la luz, con los huecos y desfiladeros de viento, con las piedras que como corales colonizaban el hierro roto, curvado y hueco que la mano del escultor imprimió con su fiebre creativa, sólo rota por la humana inmediatez del instante por parir, de sentir el aliento de lo hecho por uno mismo. Algo que por carnoso no deja de ser eterno.
Y el canto de las esculturas me seguía atrapando, llevándome ante la entelequia de lo bello. Sin embargo la sensibilidad, el cansancio que afloraban, me aconsejaron atrapar una silla para sentarme un tiempo. ¡Un museo no se ve en un rato! Hay que volver, volviéndose, ante las creaciones, una y otra vez si se quiere entrar en sus entrañas. Pero mi mirada seguía escrutando aquellos Litospacios, aquellos volúmenes rasgados, adentellados como el perfil de la montaña en el horizonte. Cerré los ojos. Más tarde seguiría el camino por la casa de Juan.
En el suspiro de tranquilidad que respiraba, algunos recuerdos me vinieron a visitar. En un viaje memorístico por ellos, comencé por la obra que no estaba en casa del escultor, al menos físicamente. De repente me vi, como saltamontes intemporal, en la Plaza del Copo;



escultura que, enganchada en las olas del cielo, baja, hasta el hueco arenoso del mar, con la misma fuerza que los pescadores encierran su sustento. Luego me senté en la Plaza de la Hispanidad;






monumental encuentro de dos esculturas que escapan al universo, dejando, en sus dos caras, una mezcla de colores, de giros asimétricos de piedras y arenas que no escapan al sentido del encuentro, enraizando desde la diversidad decenas de culturas, de costumbres, de vidas, que, con sus historias, se nombra Iberoamérica. Desde allí y dentro de una calada de cigarrillo, me presenté ante otro conjunto escultórico; Signos Orgánicos; las chapas de acero desafían al tiempo como una lengua de gravedad que saborea distintos vacíos que en unos antes diferentes hombres crearon para cuajar sus respiros y sus ganas de compartir, igual que las piedras lo hacen con los secretos del universo.
Sin avisar, mi atención se desvió con una luz que se encendió, como estrellas de verano, e instintivamente volví a saltar y me adentré en La Torre del Saber;





estoica columna, que desde dentro, uno se libera, como gorrión en jaula, por las ventanas de aire que la palabra, el sueño, la curiosidad y tal vez la misma naturaleza nos dan para la libertad de nuestro espíritu, sin camino trazado ni conocido por nadie, sólo por uno mismo. Ya dije, dentro se siente algo mágico, como un deseo que se hereda, como si uno mismo fuera una estela de estrellas sobre las crines de no saberse un final. Pero el dedo del recuerdo quiera pasar la página de mi memoria y vuelo, como gavilán en un mediodía, sobre otra torre de acero, chorreada de mármoles, ágatas y huecos que asoman las manos de un atardecer o los pasos por llegar de la aurora. Me poso en el borde superior del Monumento a la Historia de Torrelodones y en espejo, la Luna devora la silueta de la escultura, saliendo de ella de forma hermosa, dulce, para acunarme en el sueño de los plácidos. Quizá sea ésta la escultura que más me sugiere, en el mundo de Juan,- me digo -.
En poco, el viento de los tiempos hace pasar, más y más páginas de mi memoria llegando, como lector ávido, curioso, por diferentes esculturas; Elevación, Torre de los Tiempos, El Sello de Veciissi*




y decenas de Litospacios que guardan, como Cerbero, intimidades, gestos, conversaciones de gentes, al ponerlos en las paredes o en las fachadas de sus casas.
La silla me avisa, con un leve dolor muscular, que es hora de seguir caminando. Y así la grava vuelve a sonar. Bajo, unas escaleras y me adentro en un cuenco escavado en la roca, como suspiro de espacio abierto. Allí, en el cuenco, me alimento de un conjunto litospácico evocador al Renacimiento. Ante mí Florencia. El sutil y vaporoso visillo del tiempo se levanta, sin respiro, sin hollares imaginarios, e ilumina mis sensaciones de Belleza, sin más. En esta parada soy una inmensa pradera recibiendo la lluvia de primavera otra vez de vuelta. A mi lado, alguien hace cuento a la manida referencia literaria, pero yo sigo saboreando, cucharada a cucharada, aquel energético alimento, absorbiendo del pétreo cuenco el encanto, la magia de los murales que tenía ante mí.
Ya alimentado, salgo de la artesa rocosa bajo la luz de atardecer y me encuentro con unas esculturas que, como soldados clavados sobre la arena, parecen vigilar de forma cabalística los quiebros y requiebros de su esencia, acero, que se retuerce entre huecos rotos por estrellas, por los cánticos de unas gentes indígenas – a mí me recordaban los tótems de los indios norteamericanos – mientras, inmóviles, los lanzaban a sus horizontes como extensión de su espíritu.
Un viento fino me hizo un escalofrío y me fui a por un poco de calor. Entré en la casa de Juan y me encontré  con una multitud de esculturas; en unas el bronce se volvía jazz, en otras baile, movimiento de colas aflamencadas en la quietud perenne de la materia esculpida. En otra, el bronce se divide en dos, como la mar al paso del barco que la surca, para luego volver a encontrase en un beso* sin perfil tallado, definido.




*


Ante aquella colección de decena de esculturas, vi la cascada de aire bajada de donde Juan partió y, una vez crecida a río, recorrer sus meandros entre acantilados cortados a filo, entre valles de bruma a la espera de la luz fecunda y así poder coger el fruto de una creatividad, aguas más abajo, para un nuevo mundo escultural.
Veo un reflejo sobre el bronce. Es la Luna que ya ha salido de su almohada vestida de blanco impoluto, con su sonrisa de boca llena. Los pasos sobre la arena se dispersan en multitud, las palabras de saludos se amplían a ritmo de reencuentros, unos añorados, otros divertidos. Salgo al jardín y sobre la grava me encuentro con un conjunto de esculturas pétreas, estoicas a sus focos de luz, inmensas de naturaleza, brutales en su corte que, como rayos de tormenta, rasgan el manto de la cuajada noche. “Diálogos Pétreos”, las llama Juan. Me acerco a una de ellas. Camino despacio, muy despacio, a su alrededor. Con mi mano la toco, la siento y en una nueva página de mi pensamiento voy dibujando, tacto a tacto, la silueta de un pingüino acurrucando, entre sus patas, a su cría para protegerla del frío. Me sonrío por la imagen que me sugiere la pétrea escultura. Horas más tarde se llamaría “Protección”.

La madrugada se pasea por las calles vacías y ahora, sobre el folio en el que escribo, soy consciente de haber hecho un viaje único, sin tasas ni billetes que pagar, por un mundo en el que se suprime la prisa, que es un juego de luz que vacía la realidad del aire para fijarse en los duros bloques de rocas y aceros, un ensueño escultórico que da, en su peso, su inmortalidad. Pero mi viaje está a punto de llegar a su fin. Sin embargo, el mundo que visité hace unas horas, estará abierto a nuevas mañanas, a otros ojos, a otras manos y sensaciones. Estará esperando que alguien, otra vez,  le quite el manto de la quietud y lo ilumine, que diferentes pensamientos escriban la geometría de su alma, como ya dijo Sócrates.
La tinta me escasea y la mano me dice basta. Voy a poner el punto final. Pero antes un deseo, pues la Luna me espera sobre la misma almohada; el mundo de los Litospacios y de las esculturas de Juan, os está esperando como la orilla a la ola, como el aire sabe del vuelo de un pájaro. Espero que estas líneas escritas, os conviertan en aves y os lance, por curiosidad, para volar en la creación de vuestro propio sueño, a ese mundo del que hoy llegué. Ahora sí escribo el punto final.


















Manuel Moral Roca.
Madrid, 13 de abril de 2020.

viernes, 10 de abril de 2020

OTRA REFLEXIÓN








Dentro de un jarrón sin flores el corazón me gotea, espina a espina, por los libros de hojas rojas que se cierran sin haber puesto la contraportada. A la vejez se la quema como un periódico en una hoguera, sin leerlo, inconscientes de las historias que llevan impresas. A la vejez, inmenso remanso de la sabiduría humana, se la seca con el Terral del relativismo, se la encarcela en el inconsciente egoísta del hoy, de lo que vende. ¡Qué gran equivocación!La vejez es el espejo en el que la juventud debe mirarse, el agua necesaria para regar su existencia, la pradera, que pareciendo muy lejana, debe alcanzar paso a paso. Debe ser la cima que se sabe que está al fondo del valle por recorrer, es la rama de olivo donde colgar las dudas, la cicatriz por la que nos definimos como humanos.
En estos días de jarrón sin flores, de calles sin personas, de pasos cortos en derredor de sillones, de mesas, parece saltar, como un saltamontes escondido detrás de una mata usual, reflexiones que nos parecen nuevas por inhabituales. ¡Qué va! La vuelta atrás – es lo que significa reflexión-  siempre ha estado ahí, como el muro que delimita nuestro camino, y por ello mismo pasa desapercibido. El mundo siempre ha girado a la misma velocidad y sin embargo, el día, el ahora, se quiere, se exige en el instante, con rapidez, si no ya no vale. El poeta Horacio dijo “carpe diem”, es decir, “aprovecha el día”. Claro que tenemos que tomar el día, pero para saborearlo, para crearnos en él, para compartirlo con mil sensaciones, con millones de sueños, desde que vemos encender su antorcha hasta soplarla para acogernos al descanso del guerrero, esperando volver a palpitar con el encendido de un nuevo "carpe diem”. Y eso, repetido unas decenas de miles de veces es la vejez.
A lo largo de la historia los pueblos se unían en contra del invasor, como hace nuestro cuerpo para echar a cualquier patógeno. Ahora, dentro de lo que se ha llamado la Globalización, la humanidad se une al verse en peligro, al sentir el miedo por su existencia. ¿De verdad que sólo vamos a mirar al otro, sin los prejuicios de razas, de religiones o de clases que sólo existen en nuestro imaginario de soberbia, cuando intuimos que el final de todo lo tenemos ante nuestros ojos? Volvamos atrás, reflexionemos.
Miguel Delibes, en su novela “La hoja roja”, relata la vida de unas personas  que después de años de trabajo pasan a la jubilación. Respetemos las manos callosas de nuestros padres, las decenas de arrugas de nuestros abuelos, que no son otra cosa que las pirámides y los caminos de la sabiduría humana. No dejemos a los que han caminado hasta el lago de la vejez en mitad de una calle solitaria al albur del viento de la displicencia, del relativismo y del egoísmo devorador en el que nos miramos. Volvamos atrás. Seamos por unos instantes ayeres. Reflexionemos. 



Madrid, 10 de abril de 2020.