VIAJE POR UN SUEÑO.
El silencio en la casa era general. La tranquilidad de sus ocupantes se
esparcía por la mayoría de las habitaciones con pausadas y sincrónicas
respiraciones en dormitorios oscuros, sólo en vela por el ruido de algunos
relojes de cuerda y el crujir nervioso de una cama que parecía albergar un
enjambre de grillos enlatados. Era el pequeño de la familia que no dejaba de
dar vueltas entre sábanas y mantas que se vaciaban hacia uno de los lados de la
cama. Era Juan, un muchacho de siete años y que aquella noche no podía contener
su emoción y su nerviosismo, su libre
imaginación por el viaje que iba a comenzar con el resto de su familia a la
mañana siguiente. No quería cerrar sus ojos a pesar de los asustadizos reflejos
de la luna filtrados entre las rendijas de las persianas de madera que cubrían
la ventana de su habitación. Sobre la pared blanca se formaba unos grandes
rostros de monstruos, de seres que violentaban aún más la intranquilidad del
pequeño Juan. No dejaba de ver una creída cara, ancha y larga, fea y cruel, y
que parecía acercándose por su fijación en ella. De vez en cuando y por miedo a
aquella imaginada silueta, Juan, metía su pequeña cabeza bajo las sabanas, pero
a los pocos instantes tenía que volver a ver la cara de aquel monstruo hecho de
sombras y luz, ya que no podía respirar dentro de la cama. La noche se le hizo
eterna, pero el paso del tiempo pudo algo más que la vigilia de Juan y sólo por
un rato se venció al sueño natural de un niño. La ropa de la cama se cayó por
un movimiento brusco de Juan, dejándole desarropado. Al poco, Juan sintió frió
y se despertó;
- ¡Ya falta
poco!,- pensó el chaval cuando miró hacía la pared y no vio la cara que le tuvo
atemorizado durante la noche. La claridad de la mañana temprana dejó de
esconderse y apareció, como un milagro, tras las persianas de su ventana. Cada
vez la luz era más fuerte y de repente oyó el timbre del despertador que había
sobre la mesilla de noche del dormitorio de sus padres. Aquella era la señal que
había estado esperando durante toda la noche. Era el pistoletazo que daba salida
a todas sus ilusiones por el viaje que en ese mismo momento inició.
Cuando la madre entró en la habitación de Juan para despertarlo, éste ya estaba
casi vestido.
- ¡Pero bueno!,
ya estás en pie, - se sorprendió la mujer.
- Es que he oído
tu despertador y me he levantado de la cama para vestirme.
- No hace falta
que vayas tan deprisa Juan. Hay tiempo suficiente, - le dijo la madre a la vez
que se dirigía a la otra habitación en donde, el otro hijo, el mayor, aún
estaba durmiendo a tumba abierta arropado hasta la cabeza.; ¡Arriba! ¡Vamos!,-
le decía Juan a su hermano al tiempo que lo movía de un lado para otro de la
cama y echándole la ropa de cama para atrás.
En la casa todo comenzaba a tomar velocidad, aunque para Juan no era así.
Los hermanos estaban casi preparados;
- ¡En la cocina
tenéis los tazones con la leche. Sólo hace falta que le echéis el pan y el
azúcar! - se oyó a la madre desde su habitación ya que había empezado a hacer su
cama.
Al padre le sintieron toser en el baño, como de costumbre. Los hijos
desayunaban, sin bien el mayor lo hacía rutinariamente, el otro, nuestro
pequeño Juan, se descomponía al tragar los trozos de pan aún duros, ya que no
les dio tiempo a que la leche azucarada los empapase, para que se esponjearan
- ¡Te vas a
atragantar Juan!,- le dijo su hermano mayor.
- Es que tú comes muy
despacio. ¡A ver si terminas pronto!, - le respondió Juan, con un bigotillo de
leche blanca sobre el labio superior. Luego dejó su tazón vacío dentro del
fregadero de piedrachina blanca
El padre entró en la cocina y después
de dar los buenos días a sus hijos, cogió su taza de leche. Echó un poco de
café. Por la ventana de la cocina entraba un sol limpio y agradable, lo que
hacía pensar que el día sería propicio para el inminente viaje. Luego de
terminar su desayuno, se echó la mano al
bolsillo bajo del chaleco y sacó su reloj de cadena plateada. Su pulso
era sereno y su mirada tranquila. Aún había tiempo, pero no podían descuidarse
mucho más.
- ¡Id al baño!,
y en cuanto mamá termine y se prepare estaremos en camino, - les estaba
diciendo a sus hijos cuando la voz de la madre se oyó desde el final del
pasillo.- ¡Nene! , ya estoy lista.
- ¡Bien, pues
vámonos!, - respondió el padre a la vez que ordenaba a cada uno de sus
muchachos que se dieran prisa. Luego repartió los bultos que tenían que llevar
cada uno durante el viaje.
- Papá, ¿ya
salimos?,- preguntó el pequeñajo.
- ¡Vamos que
cierro la puerta!
Por las calles de la ciudad se veía poca gente todavía. El coche avanzaba
poco a poco y el trote del caballo resonaba entre el silencio de las estrechas
y blancas calles, si bien, a medida que se acercaban a la estación, el ir y el
venir de la gente iba en aumento y el silencio era sustituido por innumerables
empellones de cascos de caballos sobre los adoquines y los ruidos de algún que
otro motor de automóvil.
- ¡Esos malditos
trastos! Lo único que hacen son estridencias para asustar a las personas y a
los caballos. Son un peligro público. No sé como los dejan circular,- sentenció
el padre con voz grave. Al momento un coche se cruzó con ellos y sacando medio
cuerpo por la ventanilla del carruaje, el padre soltó una retahíla de
despropósitos. El conductor del coche tocó la bocina a manera de desafío, lo
que hizo que el cabeza de familia se encolerizara todavía más; - ¡Y encima, los
que conducen esos cacharros de lata, se creen los amos de las calles! - le gritó
al lejano loco del auto.
- Esos
cacharros, como tú los llamas, son el futuro,- le respondió la madre.
- ¡El futuro! Y
nuestro presente, ¿es qué no importa?
El pequeño Juan interrumpió el amago de discusión entre sus padres,
tirando de la bocamanga de la chaqueta del padre;
- ¡Papá papá!,
ya estamos en la estación.
- Ya lo veo, -
le contestó el padre con sobriedad. - Y ahora, escucharme los dos. Cuando nos
bajemos del carruaje cada uno cogéis vuestro bártulo y desde entonces hasta que
yo os lo diga no os separéis de vuestra madre ni de mí, y así todo irá bien.
¿Me habéis oído?- La familia, con el equipaje a cuestas, se adentró en el
interior de la gran estación entre un continuo río de personas que iban y
venían sin sentido aparente ni dirección concreta. Juan iba el lado de su
madre, cogido del abrigo, siguiendo a su padre y a su hermano mayor. Juan
miraba a todas partes y a todo. No quería perderse ningún detalle. Innumerables
encontronazos con las gentes le sucedían
por su curiosidad, cosa que a la madre le molestaba, ya que a cada tropezón del
hijo le seguía su abrigo que se iba de
sus hombros y mermaba su marcha. Era todo un incordio.
- ¡Juan, mira para adelante!,- le dijo la
madre al tiempo que dio un nuevo tirón del brazo de su hijo que se quedaba
atrás.
En unos pasos se adentraron en el corazón de la estación, en donde
terminaban o comenzaban las vías, según el mirar y el destino de cada individuo
que formaba la mutante masa de transeúntes, de viajantes, de despedidas y de
esperas. Sin embargo para nuestro pequeño Juan allí comenzaba su aventura a la
que estaba dispuesto a entregarse en cuerpo y alma.
En los andenes, el padre llamó a un mozo de la estación y después de
enseñarle los billetes de viaje, dejó que aquél hombre de uniforme azul y gorra
gastada, sudada por las horas de carga pasadas, les llevase hasta el vagón del
tren en que tenían que hacer su trayecto. Según avanzaban, casi en zigzag para
evitar a los montones de maletas, o a los grupos de personas que hablaban del
futuro y del pasado como si estuvieran en el patio de su casa, nuestro Juan iba
observando, con sus ojos como platos, las gigantescas maquinas de piel sudorosa
de hierro negro. No se perdía detalle de aquellos monstruos que de vez en
cuando dejaban escapar de sus vientres algún que otro suspiro de vapor blanco,
asustando, por su inesperada aparición, la compostura del nervioso y emocionado
Juan. Era como si su espíritu se le escapara de su cuerpo, lo que le hacía
saltar como una marioneta a la orden del agua a presión. Todo aquello era nuevo
para él y su emoción fue creciendo cuando su padre le dejó pasar delante para
subir al vagón. El pequeño apenas podía subirse a los enormes estribos del
tren, pero con la ayuda de su madre y con sus ganas por subir, en dos saltos,
lo consiguió.
- Estos son sus
asientos, señor, - le indicó el mozo de tren al padre.
-¡Bien!, ponga
usted las maletas sobre la repisa, por favor, - le dijo a la vez que le daba
una pequeña propina.
El mozo se puso mano a la faena con una amplia sonrisa en su cara
mientras la familia se acomodaba en sus correspondientes asientos. Juan observaba el interior del
vagón, absorto, ido en sus sensaciones, sin fijarse donde se sentaba; las
maletas y los bártulos estaban apiñados sobre los largos estantes, las personas
sentadas, casi inmóviles entre sus propios paquetes envueltos con papel de
periódicos, el aire lleno de susurros, de despedidas en silencios, de deseos,
de lágrimas sobre los ojos de pañuelos marchitos, de esperanzas a lo que
viniera y también de alguna que otra alegría. Todo aquello despertó en Juan una
sensación muy íntima y particular. No sabía si bajarse, si esconderse entre la
falda de su madre y desaparecer en ese momento. El miedo ante lo nunca visto,
ante lo desconocido se le echó sobre su cara infantil y no quería verlo.
- Ya estamos en
nuestros sitios. ¡Menos mal!, - comentó la madre observando a sus hijos con
mirada protectora y con una leve sonrisa en sus labios, consciente de que a la
pregunta que iba a hacer sólo tenía una única respuesta. ¿Quién quiere ir en el
lado de la ventanilla?
- ¡Yo, yo!, -
contestó Juan rápidamente, volviendo sobre sí la realidad del lugar en el
incómodo banco de madera.
- ¡Y yo!, -
balbuceó el hermano mayor.
- ¡Bueno vale!
Estar tranquilos. Vuestro padre y yo nos pondremos en los lados del pasillo, -
propuso la madre poniendo orden entre los hermanos a la par que miraba al padre
con una amplia y cómplice sonrisa.
Los hermanos se sentaron uno enfrente del otro, pero al pequeño Juan, a
nuestro Juan, se le notaba algo especial; sus ojos se avivaban por momentos,
sus gestos eran nerviosos y su impaciencia aumentaba en espera de que el tren
comenzara a moverse, de que arrancarse de una vez.
- ¿Queda mucho?
-No. Ya falta poco, -
contestó su hermano con indiferencia y hartazgo del pequeño. Juan se giró hacia su mundo y continuó
mirando, observando cómo las gentes iban y venían de un lado a otro del vagón,
como las despedidas se sucedían unas tras otras de maneras muy diferentes y que
sin embargo todas terminaban con efusivos besos y con fuertes abrazos entre
gentes que sabían que pasarían mucho
tiempo sin volver a sentirse unas junto a otras, sin poder ver las
transformaciones que la dura vida les pediría a modo de peaje por caminar por
los senderos de sus días y también de sus noches. ¿Será peligroso esto de
viajar?, - se preguntaba nuestro Juan, al ver aquellos brotes de dolor en las
personas que estaban a pie del andén y también cuando oyó y vio, no sin
sorpresa, a su padre rezar en voz baja y hacerse la señal de la cruz con una
cara de misterio y de recelo que él no entendía, y aún menos se imaginaba los
motivos por lo que su padre decía y hacía aquello. Se reincorporó sobre su
sitio, estirando su pequeño cuerpo, cuando de improviso oyó un silbato. Juan
observó, en un inesperado impulso, cómo todas las personas que estaban en el andén se retiraban unos pasos hacia
atrás, levantando las manos al compás de los pañuelos blancos que, como flores
adornando el aire, eran regalos a sus queridos familiares entre aquellos
adioses, unos largos y otros cortos, tan cortos que eran casi mudos. Otro movimiento brusco del tren, entre crujidos de
enganches oxidados y frenos que chirriaban, desplazó a Juan sobre las rodillas
de su hermano y luego sobre el respaldo del banco dónde intentaba quedarse
sentado. La agilidad de Juan le devolvió pronto al mirador de su ventana. Puso
su cara y sus manos sobre el cristal y poco a poco las personas del andén iban
desapareciendo por uno de los lados de la ventanilla. Su rostro era un
espectador privilegiado de todo aquello que cada vez se sucedía más y más
rápido ante él, ya que el largo tren de negro y de blanco; negro del hierro
y del carbón que por el sudor de los carboneros
se comía su repleta caldera regalando velocidad a la vez que reglaba el meneo con
la regular sinfonía de su tracatracatrán, tracatracatrán, tracatracatrán
inconfundible, y blanco por las gasas de vapor que recubría su piel herrezuela,
dándole un sentido de misterio y de aventura a la orden de sus agudas pitadas
que recorrían sus largos y articulados vagones, desde principio a fin.
Al cabo de unos instantes, la
distancia con la ciudad se alargó sobre aquellos irregulares raíles y la
ventanilla de Juan se convirtió, en esos momentos, en una gran pantalla por la
que pasaban multitud de tierras, de colores, de gentes absortas en sus
quehaceres de campo, de cantidad de contrastes que abrían de continuo las
puertas de la imaginación y de la fantasía de Juan.
- ¡Hijo,
siéntate! Se ve todo igual sentado, - le dijo la madre al ver a su pequeño
pegado por su nariz al frío cristal de la ventana.
La velocidad que cogió el tren en
esos pocos minutos dejó paso, desde el ya lejano perfil de la ciudad, al campo
abierto, al casi infinito e inmenso cielo. Todo aquél conjunto de rapidez y
trasiego deslumbró a Juan como nuevo descubrimiento para él, no imaginándose
que ese ritmo de prisas y de velocidad sería algo que a lo largo de su vida
futura llevaría siempre sobre sí, como
cáliz de su generación. El humo que salía por la chimenea del tren, Juan lo
percibía dentro de su respingona nariz con un leve cosquilleo, el cual se lo
quitaba con un pequeño toque de sus dedos, ennegreciéndose poco a poco sus
mejillas con los restos de carbonilla que vomitaba la máquina del tren junto
con los continuos silbidos de vapor que avisaba al aire de su paso inminente y
veloz. Pero con todo, aquello era un gigantesco espectáculo que no dejaba de
reflejarse en las inocentes pupilas de nuestro chaval, que se engrandecían con
ritmo de ilusiones, con alas al viento desplegadas como cometas por sus
pensamientos que como pájaros volaban por su subconsciente; unas sombras de
nubes sobre su frente, una pizca de atención quieta sobre cualquier montaña
lejana, su deseo incontenible por abarcar todo, por verlo todo, mientras su
destino corría por entre las rayas de sus manos, por entre los huecos de sus
dedos. La fiebre de aquella aventura que nuestro Juan estaba viviendo, dejaban
marcadas las huellas de su pequeño cuerpo sobre el frío cristal de la
ventanilla. Todo aquel laberinto de nuevas sensaciones, de tan diferentes y de
tan rápidas percepciones, iban componiendo una sinfonía de ensueños en el
interior despierto de Juan, dando a su presente un nuevo contexto en que
sentía, en su principio y a medida que pasaban los kilómetros, cómo él, nuestro
Juan, era capaz de ir formando el inmenso y recién estrenado rompecabezas de
su niñez.
Pero de vuelta al mundo de los
asientos del tren, a las miradas de los que viajaban con el pequeño Juan, nos
encontramos con la realidad más natural, más sencilla; las risas de unos
muchachos juguetones, los silencios de otros que medio dormitaban, las
conversaciones de unos pocos mayores y los ojos de todos, que se perdían entre
los demás y entre todo. Toda aquella
realidad se convertía en una red compleja y densa para los sueños de nuestro
pequeño viajero pero a la que él no quería renunciar.
Dentro de un momento pasaremos por un
túnel, - comentó el padre con aire de orgullo, al dar a conocer el recorrido
del tren por anticipado a sus hijos.
Las palabras del cabeza de familia
despertaron en Juan un interés, unas ganas, un aventurar nervioso por una parte
y, por otra, una angustia que oprimía su pequeño pecho pegado a la ventana. De
inmediato su mirada se volvió hacia él mismo, asustándolo para atrás, después
de sentir la cortina de oscuridad sobre
su rostro hecho en ese momento de sorpresa y asombro. El ruido de la marcha del
tren se hizo más fuerte, más agresivo, provocando que un tibio sudor aflorara,
de forma compulsiva, por la piel de Juan. Era molesto para él, y lo denso de lo
oscuro le daba miedo. El vagón era un reino de tinieblas para el pequeño.
De repente, Juan se incorporó de la
litera y clavó sus ojos en la ventanilla. Se encontraba dentro de un largo
túnel, pero estaba solo, completamente solo en su compartimiento de primera
clase. El tren no era de vapor. Sus padres ya no vivían y el no tenía siete
años. Estaba casi en puerto de cumplir los cincuenta y sobre su cabeza
abundaban canas. El tiempo se le vino encima al verse reflejado sobre la
negrura del cristal de la ventana. Había tenido un sueño. Había revivido, en un
instante, el primer viaje en tren de su vida. Pero el tiempo no se detuvo allí
y lo único que él palpaba, como entonces, era el largo túnel, ese infinito
túnel que le encogió el alma, en tiempo pasado, de angustia. La velocidad
volvió a recorrer las pupilas de Juan y una débil luz de un amanecer frío de
noviembre le iluminó la cara e inundó la pequeña estancia, dejando a nuestro
Juan más tranquilo.
- ¿Quedará poco para llegar?, - se preguntó mientras miraba el reloj,
ese viejo reloj que tantas veces había cogido su padre con pulso sereno y que
un día se lo dejó a él. Absorto en sus recuerdos, daba cuerda al reloj, cuando
se oyó una voz a la vez que golpeaban la estrecha puerta del compartimiento.
- Faltan treinta minutos para llegar a Madrid, señor.
-¡Gracias!,- respondió Juan, al
recordar que la noche anterior había dejado dicho que le avisaran media hora
antes de la llegada.
Juan empezó a vestirse y echó una
mirada por la ventanilla que estaba medio empañada de vaho por el calor que
había dentro del habitáculo. Cogió un pañuelo y limpió parte del cristal de la
ventana en círculos, hasta que vio la ciudad envuelta en una espesa niebla
invernal. El fin del viaje estaba cerca, ya que el tren aminoraba su velocidad
a medida que se adentraba en las entrañas de la gran urbe. Las vías de acero
eran como venas por la que circulaban infinidad de trenes atestados de personas
dispuestas a comenzar la rutinaria tarea diaria. Al tiempo que el tren frenaba,
la vida de Juan cogía visos de realidad, de usanza. Cogió su portafolio y salió
al pasillo justo cuando el tren se detuvo en la cabecera de la gran estación.
El viaje había terminado y en Juan todo era igual que en su infancia, si no
fuera por los años que habían pasado desde aquél día que hizo su primer viaje
en tren; fuera ya no había coches de caballos, ni grandes máquinas que le
asustasen al eructar vapor blanco y
húmedo. En su presente sólo había un ingente número de trastos mecánicos
que servían de alguna manera a las gentes. Ya no existía ese silencio
fabricante de ecos en las calles. Sólo reinaba por ellas el ruido de miles de
motores vomitando kilos y kilos de hollín en el aire, sobre los tejados de los
edificios, dentro de los pulmones de cada persona.
Juan seguía andando hacia la calle
mientras recordaba el ambiente del viejo tren de fuego y agua en el que las
risas de los muchachos, las conversaciones entrecortadas y las miradas perdidas
de hombres y mujeres dibujaron en el carboncillo de su memoria, como una
pintura rupestre, lo humano, lo primitivo y lo sincero que tanto echaba de
menos en su tiempo, en su vida. Pero no había remedio. En un segundo, en un
instante, se dio cuenta de que todo aquello ya había muerto, que estaba solo en
un mundo que le obligaba a ser su propio héroe, su propio y particular
protagonista. Conseguir el Todo lo imponía todo, le supeditaba a todo, incluso
a ser dueño de su propio viaje, de su propia vida.
Juan salió a la calle, al corazón de
la masa, al flujo de circulación que alimentaba la ciudad todas las mañanas. Él
también era parte de esa masa, de esa gran telaraña que fabrica la propia
bestia para asfixia de sus propios integrantes. Pero Juan, nuestro viajero, aún
poseía algo propio, algo que era enteramente suyo y que nada ni nadie le podía
manipular y, mucho menos, amputar; sus sueños.
Madrid, nueve
de febrero de 1999.