martes, 24 de enero de 2017





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VIAJE POR UN SUEÑO.

El silencio en la casa era general. La tranquilidad de sus ocupantes se esparcía por la mayoría de las habitaciones con pausadas y sincrónicas respiraciones en dormitorios oscuros, sólo en vela por el ruido de algunos relojes de cuerda y el crujir nervioso de una cama que parecía albergar un enjambre de grillos enlatados. Era el pequeño de la familia que no dejaba de dar vueltas entre sábanas y mantas que se vaciaban hacia uno de los lados de la cama. Era Juan, un muchacho de siete años y que aquella noche no podía contener su emoción y su nerviosismo,  su libre imaginación por el viaje que iba a comenzar con el resto de su familia a la mañana siguiente. No quería cerrar sus ojos a pesar de los asustadizos reflejos de la luna filtrados entre las rendijas de las persianas de madera que cubrían la ventana de su habitación. Sobre la pared blanca se formaba unos grandes rostros de monstruos, de seres que violentaban aún más la intranquilidad del pequeño Juan. No dejaba de ver una creída cara, ancha y larga, fea y cruel, y que parecía acercándose por su fijación en ella. De vez en cuando y por miedo a aquella imaginada silueta, Juan, metía su pequeña cabeza bajo las sabanas, pero a los pocos instantes tenía que volver a ver la cara de aquel monstruo hecho de sombras y luz, ya que no podía respirar dentro de la cama. La noche se le hizo eterna, pero el paso del tiempo pudo algo más que la vigilia de Juan y sólo por un rato se venció al sueño natural de un niño. La ropa de la cama se cayó por un movimiento brusco de Juan, dejándole desarropado. Al poco, Juan sintió frió y se despertó;
        - ¡Ya falta poco!,- pensó el chaval cuando miró hacía la pared y no vio la cara que le tuvo atemorizado durante la noche. La claridad de la mañana temprana dejó de esconderse y apareció, como un milagro, tras las persianas de su ventana. Cada vez la luz era más fuerte y de repente oyó el timbre del despertador que había sobre la mesilla de noche del dormitorio de sus padres. Aquella era la señal que había estado esperando durante toda la noche. Era el pistoletazo que daba  salida  a todas sus ilusiones por el viaje que en ese mismo momento inició. Cuando la madre entró en la habitación de Juan para despertarlo, éste ya estaba casi vestido.
       - ¡Pero bueno!, ya estás en pie, - se sorprendió la mujer.
       - Es que he oído tu despertador y me he levantado de la cama para vestirme.
       - No hace falta que vayas tan deprisa Juan. Hay tiempo suficiente, - le dijo la madre a la vez que se dirigía a la otra habitación en donde, el otro hijo, el mayor, aún estaba durmiendo a tumba abierta arropado hasta la cabeza.; ¡Arriba! ¡Vamos!,- le decía Juan a su hermano al tiempo que lo movía de un lado para otro de la cama y echándole la ropa de cama para atrás.
En la casa todo comenzaba a tomar velocidad, aunque para Juan no era así. Los hermanos estaban casi preparados;
       - ¡En la cocina tenéis los tazones con la leche. Sólo hace falta que le echéis el pan y el azúcar! - se oyó a la madre desde su habitación ya que había empezado a hacer su cama.
Al padre le sintieron toser en el baño, como de costumbre. Los hijos desayunaban, sin bien el mayor lo hacía rutinariamente, el otro, nuestro pequeño Juan, se descomponía al tragar los trozos de pan aún duros, ya que no les dio tiempo a que la leche azucarada los empapase, para que se esponjearan
       - ¡Te vas a atragantar Juan!,- le dijo su hermano mayor.
       - Es que tú comes muy despacio. ¡A ver si terminas pronto!, - le respondió Juan, con un bigotillo de leche blanca sobre el labio superior. Luego dejó su tazón vacío dentro del fregadero de piedrachina blanca
El padre entró en la cocina y después de dar los buenos días a sus hijos, cogió su taza de leche. Echó un poco de café. Por la ventana de la cocina entraba un sol limpio y agradable, lo que hacía pensar que el día sería propicio para el inminente viaje. Luego de terminar su desayuno, se echó la mano al  bolsillo bajo del chaleco y sacó su reloj de cadena plateada. Su pulso era sereno y su mirada tranquila. Aún había tiempo, pero no podían descuidarse mucho más.
       - ¡Id al baño!, y en cuanto mamá termine y se prepare estaremos en camino, - les estaba diciendo a sus hijos cuando la voz de la madre se oyó desde el final del pasillo.- ¡Nene! , ya estoy lista.
       - ¡Bien, pues vámonos!, - respondió el padre a la vez que ordenaba a cada uno de sus muchachos que se dieran prisa. Luego repartió los bultos que tenían que llevar cada uno durante el viaje.
       - Papá, ¿ya salimos?,- preguntó el pequeñajo.
       - ¡Vamos que cierro la puerta!
Por las calles de la ciudad se veía poca gente todavía. El coche avanzaba poco a poco y el trote del caballo resonaba entre el silencio de las estrechas y blancas calles, si bien, a medida que se acercaban a la estación, el ir y el venir de la gente iba en aumento y el silencio era sustituido por innumerables empellones de cascos de caballos sobre los adoquines y los ruidos de algún que otro motor de automóvil.
       - ¡Esos malditos trastos! Lo único que hacen son estridencias para asustar a las personas y a los caballos. Son un peligro público. No sé como los dejan circular,- sentenció el padre con voz grave. Al momento un coche se cruzó con ellos y sacando medio cuerpo por la ventanilla del carruaje, el padre soltó una retahíla de despropósitos. El conductor del coche tocó la bocina a manera de desafío, lo que hizo que el cabeza de familia se encolerizara todavía más; - ¡Y encima, los que conducen esos cacharros de lata, se creen los amos de las calles! - le gritó al lejano loco del auto.
       - Esos cacharros, como tú los llamas, son el futuro,- le respondió la madre.
       - ¡El futuro! Y nuestro presente, ¿es qué no importa?
El pequeño Juan interrumpió el amago de discusión entre sus padres, tirando de la bocamanga de la chaqueta del padre;
       - ¡Papá papá!, ya estamos en la estación.
       - Ya lo veo, - le contestó el padre con sobriedad. - Y ahora, escucharme los dos. Cuando nos bajemos del carruaje cada uno cogéis vuestro bártulo y desde entonces hasta que yo os lo diga no os separéis de vuestra madre ni de mí, y así todo irá bien. ¿Me habéis oído?- La familia, con el equipaje a cuestas, se adentró en el interior de la gran estación entre un continuo río de personas que iban y venían sin sentido aparente ni dirección concreta. Juan iba el lado de su madre, cogido del abrigo, siguiendo a su padre y a su hermano mayor. Juan miraba a todas partes y a todo. No quería perderse ningún detalle. Innumerables  encontronazos con las gentes le sucedían por su curiosidad, cosa que a la madre le molestaba, ya que a cada tropezón del hijo le seguía su  abrigo que se iba de sus hombros y mermaba su marcha. Era todo un incordio.
       - ¡Juan, mira para adelante!,- le dijo la madre al tiempo que dio un nuevo tirón del brazo de su hijo que se quedaba atrás.
En unos pasos se adentraron en el corazón de la estación, en donde terminaban o comenzaban las vías, según el mirar y el destino de cada individuo que formaba la mutante masa de transeúntes, de viajantes, de despedidas y de esperas. Sin embargo para nuestro pequeño Juan allí comenzaba su aventura a la que estaba dispuesto a entregarse en cuerpo y alma.
En los andenes, el padre llamó a un mozo de la estación y después de enseñarle los billetes de viaje, dejó que aquél hombre de uniforme azul y gorra gastada, sudada por las horas de carga pasadas, les llevase hasta el vagón del tren en que tenían que hacer su trayecto. Según avanzaban, casi en zigzag para evitar a los montones de maletas, o a los grupos de personas que hablaban del futuro y del pasado como si estuvieran en el patio de su casa, nuestro Juan iba observando, con sus ojos como platos, las gigantescas maquinas de piel sudorosa de hierro negro. No se perdía detalle de aquellos monstruos que de vez en cuando dejaban escapar de sus vientres algún que otro suspiro de vapor blanco, asustando, por su inesperada aparición, la compostura del nervioso y emocionado Juan. Era como si su espíritu se le escapara de su cuerpo, lo que le hacía saltar como una marioneta a la orden del agua a presión. Todo aquello era nuevo para él y su emoción fue creciendo cuando su padre le dejó pasar delante para subir al vagón. El pequeño apenas podía subirse a los enormes estribos del tren, pero con la ayuda de su madre y con sus ganas por subir, en dos saltos, lo consiguió.
       - Estos son sus asientos, señor, - le indicó el mozo de tren al padre.
       -¡Bien!, ponga usted las maletas sobre la repisa, por favor, - le dijo a la vez que le daba una pequeña propina.
El mozo se puso mano a la faena con una amplia sonrisa en su cara mientras la familia se acomodaba en sus correspondientes  asientos. Juan observaba el interior del vagón, absorto, ido en sus sensaciones, sin fijarse donde se sentaba; las maletas y los bártulos estaban apiñados sobre los largos estantes, las personas sentadas, casi inmóviles entre sus propios paquetes envueltos con papel de periódicos, el aire lleno de susurros, de despedidas en silencios, de deseos, de lágrimas sobre los ojos de pañuelos marchitos, de esperanzas a lo que viniera y también de alguna que otra alegría. Todo aquello despertó en Juan una sensación muy íntima y particular. No sabía si bajarse, si esconderse entre la falda de su madre y desaparecer en ese momento. El miedo ante lo nunca visto, ante lo desconocido se le echó sobre su cara infantil y no quería verlo.
       - Ya estamos en nuestros sitios. ¡Menos mal!, - comentó la madre observando a sus hijos con mirada protectora y con una leve sonrisa en sus labios, consciente de que a la pregunta que iba a hacer sólo tenía una única respuesta. ¿Quién quiere ir en el lado de la ventanilla?
       - ¡Yo, yo!, - contestó Juan rápidamente, volviendo sobre sí la realidad del lugar en el incómodo banco de madera.
       - ¡Y yo!, - balbuceó el hermano mayor.
       - ¡Bueno vale! Estar tranquilos. Vuestro padre y yo nos pondremos en los lados del pasillo, - propuso la madre poniendo orden entre los hermanos a la par que miraba al padre con una amplia y cómplice sonrisa.
Los hermanos se sentaron uno enfrente del otro, pero al pequeño Juan, a nuestro Juan, se le notaba algo especial; sus ojos se avivaban por momentos, sus gestos eran nerviosos y su impaciencia aumentaba en espera de que el tren comenzara a moverse, de que arrancarse de una vez.
        - ¿Queda mucho?
       -No. Ya falta poco, - contestó su hermano con indiferencia y hartazgo del pequeño.  Juan se giró hacia su mundo y continuó mirando, observando cómo las gentes iban y venían de un lado a otro del vagón, como las despedidas se sucedían unas tras otras de maneras muy diferentes y que sin embargo todas terminaban con efusivos besos y con fuertes abrazos entre gentes  que sabían que pasarían mucho tiempo sin volver a sentirse unas junto a otras, sin poder ver las transformaciones que la dura vida les pediría a modo de peaje por caminar por los senderos de sus días y también de sus noches. ¿Será peligroso esto de viajar?, - se preguntaba nuestro Juan, al ver aquellos brotes de dolor en las personas que estaban a pie del andén y también cuando oyó y vio, no sin sorpresa, a su padre rezar en voz baja y hacerse la señal de la cruz con una cara de misterio y de recelo que él no entendía, y aún menos se imaginaba los motivos por lo que su padre decía y hacía aquello. Se reincorporó sobre su sitio, estirando su pequeño cuerpo, cuando de improviso oyó un silbato. Juan observó, en un inesperado impulso, cómo todas las personas que estaban  en el andén se retiraban unos pasos hacia atrás, levantando las manos al compás de los pañuelos blancos que, como flores adornando el aire, eran regalos a sus queridos familiares entre aquellos adioses, unos largos y otros cortos, tan cortos que eran casi mudos. Otro  movimiento brusco del tren, entre crujidos de enganches oxidados y frenos que chirriaban, desplazó a Juan sobre las rodillas de su hermano y luego sobre el respaldo del banco dónde intentaba quedarse sentado. La agilidad de Juan le devolvió pronto al mirador de su ventana. Puso su cara y sus manos sobre el cristal y poco a poco las personas del andén iban desapareciendo por uno de los lados de la ventanilla. Su rostro era un espectador privilegiado de todo aquello que cada vez se sucedía más y más rápido ante él, ya que el largo tren de negro y de blanco; negro del hierro y  del carbón que por el sudor de los carboneros se comía su repleta caldera regalando velocidad a la vez que reglaba el meneo con la regular sinfonía de su tracatracatrán, tracatracatrán, tracatracatrán inconfundible, y blanco por las gasas de vapor que recubría su piel herrezuela, dándole un sentido de misterio y de aventura a la orden de sus agudas pitadas que recorrían sus largos y articulados vagones, desde principio a fin.
Al cabo de unos instantes, la distancia con la ciudad se alargó sobre aquellos irregulares raíles y la ventanilla de Juan se convirtió, en esos momentos, en una gran pantalla por la que pasaban multitud de tierras, de colores, de gentes absortas en sus quehaceres de campo, de cantidad de contrastes que abrían de continuo las puertas de la imaginación y de la fantasía de Juan.
       - ¡Hijo, siéntate! Se ve todo igual sentado, - le dijo la madre al ver a su pequeño pegado por su nariz al frío cristal de la ventana.
La velocidad que cogió el tren en esos pocos minutos dejó paso, desde el ya lejano perfil de la ciudad, al campo abierto, al casi infinito e inmenso cielo. Todo aquél conjunto de rapidez y trasiego deslumbró a Juan como nuevo descubrimiento para él, no imaginándose que ese ritmo de prisas y de velocidad sería algo que a lo largo de su vida futura  llevaría siempre sobre sí, como cáliz de su generación. El humo que salía por la chimenea del tren, Juan lo percibía dentro de su respingona nariz con un leve cosquilleo, el cual se lo quitaba con un pequeño toque de sus dedos, ennegreciéndose poco a poco sus mejillas con los restos de carbonilla que vomitaba la máquina del tren junto con los continuos silbidos de vapor que avisaba al aire de su paso inminente y veloz. Pero con todo, aquello era un gigantesco espectáculo que no dejaba de reflejarse en las inocentes pupilas de nuestro chaval, que se engrandecían con ritmo de ilusiones, con alas al viento desplegadas como cometas por sus pensamientos que como pájaros volaban por su subconsciente; unas sombras de nubes sobre su frente, una pizca de atención quieta sobre cualquier montaña lejana, su deseo incontenible por abarcar todo, por verlo todo, mientras su destino corría por entre las rayas de sus manos, por entre los huecos de sus dedos. La fiebre de aquella aventura que nuestro Juan estaba viviendo, dejaban marcadas las huellas de su pequeño cuerpo sobre el frío cristal de la ventanilla. Todo aquel laberinto de nuevas sensaciones, de tan diferentes y de tan rápidas percepciones, iban componiendo una sinfonía de ensueños en el interior despierto de Juan, dando a su presente un nuevo contexto en que sentía, en su principio y a medida que pasaban los kilómetros, cómo él, nuestro Juan, era capaz de ir formando el inmenso y recién estrenado rompecabezas de su  niñez.
Pero de vuelta al mundo de los asientos del tren, a las miradas de los que viajaban con el pequeño Juan, nos encontramos con la realidad más natural, más sencilla; las risas de unos muchachos juguetones, los silencios de otros que medio dormitaban, las conversaciones de unos pocos mayores y los ojos de todos, que se perdían entre los demás y entre todo. Toda  aquella realidad se convertía en una red compleja y densa para los sueños de nuestro pequeño viajero pero a la que él no quería renunciar.
Dentro de un momento pasaremos por un túnel, - comentó el padre con aire de orgullo, al dar a conocer el recorrido del tren por anticipado a sus hijos.
Las palabras del cabeza de familia despertaron en Juan un interés, unas ganas, un aventurar nervioso por una parte y, por otra, una angustia que oprimía su pequeño pecho pegado a la ventana. De inmediato su mirada se volvió hacia él mismo, asustándolo para atrás, después de sentir la cortina de oscuridad  sobre su rostro hecho en ese momento de sorpresa y asombro. El ruido de la marcha del tren se hizo más fuerte, más agresivo, provocando que un tibio sudor aflorara, de forma compulsiva, por la piel de Juan. Era molesto para él, y lo denso de lo oscuro le daba miedo. El vagón era un reino de tinieblas para el pequeño.

De repente, Juan se incorporó de la litera y clavó sus ojos en la ventanilla. Se encontraba dentro de un largo túnel, pero estaba solo, completamente solo en su compartimiento de primera clase. El tren no era de vapor. Sus padres ya no vivían y el no tenía siete años. Estaba casi en puerto de cumplir los cincuenta y sobre su cabeza abundaban canas. El tiempo se le vino encima al verse reflejado sobre la negrura del cristal de la ventana. Había tenido un sueño. Había revivido, en un instante, el primer viaje en tren de su vida. Pero el tiempo no se detuvo allí y lo único que él palpaba, como entonces, era el largo túnel, ese infinito túnel que le encogió el alma, en tiempo pasado, de angustia. La velocidad volvió a recorrer las pupilas de Juan y una débil luz de un amanecer frío de noviembre le iluminó la cara e inundó la pequeña estancia, dejando a nuestro Juan más tranquilo.
       - ¿Quedará poco para llegar?, - se preguntó mientras miraba el reloj, ese viejo reloj que tantas veces había cogido su padre con pulso sereno y que un día se lo dejó a él. Absorto en sus recuerdos, daba cuerda al reloj, cuando se oyó una voz a la vez que golpeaban la estrecha puerta del compartimiento.
       - Faltan treinta minutos para llegar a Madrid, señor.
-¡Gracias!,- respondió Juan, al recordar que la noche anterior había dejado dicho que le avisaran media hora antes de la llegada.
Juan empezó a vestirse y echó una mirada por la ventanilla que estaba medio empañada de vaho por el calor que había dentro del habitáculo. Cogió un pañuelo y limpió parte del cristal de la ventana en círculos, hasta que vio la ciudad envuelta en una espesa niebla invernal. El fin del viaje estaba cerca, ya que el tren aminoraba su velocidad a medida que se adentraba en las entrañas de la gran urbe. Las vías de acero eran como venas por la que circulaban infinidad de trenes atestados de personas dispuestas a comenzar la rutinaria tarea diaria. Al tiempo que el tren frenaba, la vida de Juan cogía visos de realidad, de usanza. Cogió su portafolio y salió al pasillo justo cuando el tren se detuvo en la cabecera de la gran estación. El viaje había terminado y en Juan todo era igual que en su infancia, si no fuera por los años que habían pasado desde aquél día que hizo su primer viaje en tren; fuera ya no había coches de caballos, ni grandes máquinas que le asustasen al eructar vapor blanco y  húmedo. En su presente sólo había un ingente número de trastos mecánicos que servían de alguna manera a las gentes. Ya no existía ese silencio fabricante de ecos en las calles. Sólo reinaba por ellas el ruido de miles de motores vomitando kilos y kilos de hollín en el aire, sobre los tejados de los edificios, dentro de los pulmones de cada persona.
Juan seguía andando hacia la calle mientras recordaba el ambiente del viejo tren de fuego y agua en el que las risas de los muchachos, las conversaciones entrecortadas y las miradas perdidas de hombres y mujeres dibujaron en el carboncillo de su memoria, como una pintura rupestre, lo humano, lo primitivo y lo sincero que tanto echaba de menos en su tiempo, en su vida. Pero no había remedio. En un segundo, en un instante, se dio cuenta de que todo aquello ya había muerto, que estaba solo en un mundo que le obligaba a ser su propio héroe, su propio y particular protagonista. Conseguir el Todo lo imponía todo, le supeditaba a todo, incluso a ser dueño de su propio viaje, de su propia vida.
Juan salió a la calle, al corazón de la masa, al flujo de circulación que alimentaba la ciudad todas las mañanas. Él también era parte de esa masa, de esa gran telaraña que fabrica la propia bestia para asfixia de sus propios integrantes. Pero Juan, nuestro viajero, aún poseía algo propio, algo que era enteramente suyo y que nada ni nadie le podía manipular y, mucho menos, amputar; sus sueños.








Madrid, nueve de febrero de 1999.

martes, 10 de enero de 2017


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Corre el viento taciturno
por la garganta del mundo
sin eco de montaña.

Amanece la mañana
como espejo presumido
ante lo igual y añejo.

Emana el agua de arroyo
a río sin misterio
de su primera gota.

Un ave va, y se aventura
a su sombra que es abismo
y alimento en su nido.

Y vive el presente el sabio
sin soltar el desafío
de su sola tiniebla.




De el poemario "El Jardín de Mnemóside". 2007