UN DISCRIMINAR.
Unos pasos silentes, allá afuera, mientras por el oído de la música no me
encadenaba al sentir del personal, sino aparte del buen gusto del dueño de la
barra. El golpe en la reja fue de mirar y de ¡veis lo que pasa! ¡El borracho
que viene a joder, cómo todos los días! Las cervezas caían del grifo como
lluvia de secano en primavera. ¡Cómo todos los días! Las sonrisas que
disfrazaban las miradas eran el cantar de todo lo cotidiano, las copas de
rutina llenas, de esas que ni se preguntan, hacían rocío del beber caro y del
molde salir de tripas. ¡Cómo todos los días! Las palabras se mezclaban, las
sonrisas eran operetas de las músicas que se oían, los gestos eran los de
costumbre, y una penumbra entre todos inundaba el ambiente por de antes
conocido y no por ello no buscado. ¡Cómo todos los días! Las luces del local se
amarilleaban por cuestión de relajamiento de los clientes, por comodidad de los
ojos cansados a varias pantallas. Pero todos los ojos miraban a los numerosos y
centelleantes televisores del local, que como duendes de la tierra, por ciega
de tantas pantallas, negaban la realidad que se llama global. ¡Cómo todos los
días! Más cervezas, otros tantos vinos, más güisqui, y sobre todo más rones del
Caribe. El ambiente se sostenía por saberse de las soledades ínsulas, del mapa
de la rutina una latitud aún no definida, de aguas de la mar arbolada y no de
vela. Los cigarrillos echaban un humo de aburrimiento y de espera hacia algo
nuevo, aunque de estación vacía ¡Y las miradas! Todas convexas. Las tragaperras
no paraban de su ruleta girar para disimular vicios o incapacidades de todos. ¡Quizás
yo era otra fresa, otro limón de la lotería de los céntimos! No se hablaba. Más
humo. ¡Cómo todos los días! La caja registraba los euros de los que tenían
prisa, de los ausentes que su soledad embriagaba hasta el semen de sus
alucinaciones del coito que, desde antes y desde después, tenían la cerradura
de la misma palma de su mano. No sabía si se miraban, no sabía si se fumaba, no
sabía si me ponían una copa de güisqui, un vaso de cerveza, una mirada desde un
extremo del lugar, no sabía el escuchar de sacar un condón de la maquina del wáter,
no sabía de un polvo de empeine y vientre, no sabía de maridos y de
separaciones, no sabía de bellezas que se perdían entre suspiros poseídos por
las frustraciones del miedo. ¡Cómo todos los días! La alfombra estaba para
pisarla. Dos pasos. ¡Cómo todos los días! Salí a la puerta y me detuve. Di la
vuelta. Después y de frente, ¡hágame el favor! Los tópicos típicos de los euros
casi se diluyeron como azúcar dentro de un café. ¿Pero tío dónde vas? ¡Otro
cómo todos los días! Después de todo sólo era un vaso de leche, algo para mojar
y una dignidad para escuchar. Las horas pasaron y la persona de todos los días
me dejo una imagen y unas palabras que me desveló la verdad del día a día, del
sobrevivir en la alfombra de las cervezas, de las copas de trueque y moche.
¡Qué coño cómo todos los días!, les grité. El hombre de todos los días con su
respeto, me dio las gracias, me regaló una figura de persona hacha en madera,
unas frases de experiencia. ¡Adiós! Me quedé solo. ¡Ya te ha “tingao”!, me
dijeron. Miré a mi alrededor, miré a mis amigos de fútbol y de risas, miré a
mis amigas de deseos ocultos y de noches por chequeras grandes y me vi lo solo
que estaba. ¡Cómo todos los días! Ahora sé que mi rutina es mi pobreza de alma,
mi desencanto. ¡Ojalá vuelva a ver al hombre del porrazo en la reja! Hasta
entonces me conformaré con mis días.
Madrid, un frío 27 de enero de 2005.