sábado, 26 de enero de 2019

ELLA.



Foto de estudio de pareja apasionada tener relaciones sexuales, primer plano Foto de archivo - 38029429

Hay cosas en la vida que pasan, y lo hacen sin apenas darnos cuenta de ellas. Otras, en cambio, atrapan la vida con toda su intensidad, con la esperanza abierta, con el misterio de un reloj de estación de tren. Una de esas cosas me pasó hace un tiempo y aquella experiencia se incorporó a mi espíritu de inmediato.
Conocí a una mujer. Ahora  sólo está en mi recuerdo, aunque sigue engrasando mi imaginación.
Ella es como Calipso que mantuvo en sus brazos a Ulises que, por cierto, se tomó con mucha calma su regreso a casa. Yo no soy Ulises, pero tampoco, o al menos así creí, tenía la vuelta para un día determinado, aunque soy consciente que todos volveremos a algún lugar o a un sentimiento de otra persona de una manera  y forma inexorablemente.
Ella se asomó a la ventana de nuestra aventura como lo hace el viajero; su verdad hizo desaparecer las ventanillas y a mí  me hizo que pisara tierra, el paisaje concreto que para mí, en aquellos días, no fue otra cosa que su rostro. Nos miramos y nos amamos.
Levantamos un edén al aliento de África. Ella, me perecía un azul
desparramado por la escalera de deseos que subían hasta su boca. Yo, un niño desnudo. Ella me saciaba como sacia la primavera de aromas un campo de hierbas silvestres, me colmaba desde el fondo de la invocación. Ella era el sol que hervía mi piel y, con ello, mi alma. Me convertí en un acantilado entre sus curvas que eran bellas bahías bordeando su sublime volcán, el cual regentaba toda la fuerza del espliego y la jara. Estábamos subidos en el carro del fuego sobre la nieve, sobre Pegaso sudoroso de sentidos alejándose de la rutina y sin más plegarias que nuestros besos como bancos de peces.
Pero siempre hay fantasmas que salen como encajes de la niebla que siempre adorna a todo lo humano. La miraba y no quería
antifaces entre los dos, que la luz del mundo dibujara nuestras miradas. No quería el lado de las sombras. No quería el rito del anonimato. Pero hay veces que la niebla a la que me refiero no es algo para que alguien la atraviese como un sueño. No quería que el silencio de Ella fuese mudo, sino vociferante y quería oírlo una y otra vez, beso a mil besos, terremoto a terremoto que abrieran
nuestros cuerpos a los sentidos. Estar con Ella me purificaba como el Mediterráneo hizo con Goethe. La pasión siempre se sobrepone a la destrucción y en mí, ésta era el querer dentro de entrañas, estar a la altura de Ella. Quizá sea la forma patética de la belleza invisible que un día determinado nos propone. Pero Ella seguía siendo la fuerza de nuestro paisaje que se alimentaba de sí mismo en el horizonte infinito donde Ulises dejó varada su nave. Y mientras, me perdí entre sus geranios, entre sus frutas, en sus pezones como mazapanes dorados de sexo. Nuestro paisaje se quebraba en breñas, se hacía más violento y por ello más profundo y verdadero. Nuestros corazones se oían por miles y sin embargo se sentían el uno al otro en mitad de la sonoridad de las alturas de nuestros besos. No quería el silencio de las piedras negras; coches, asfalto, la mirada de unos ojos tras los visillos.
Tenía un desafío en la mente, aunque, luego de un segundo, todo volviese al silencio de nuestro sonoro silencio convertido éste en cantares de versos en tinta negra, solitarios. Pero Ella y yo estuvimos viviendo un profundo Mediterráneo en gritos, que erizaba la piel en espuma por los suspiros de Eolo.
El reloj de la estación volvió. Ella, cielo puro, capricho de la luz al diluirse en el cristal del recuerdo y tomar forma bella en el espíritu de los estetas. Y todo para escuchar las palabras que todos queremos oír; “te amo”. Nosotros miel y lavanda en el filo de la noche rota por nuestro silencio azafranado.
Y el gran reloj de la estación gastó su último movimiento de agujas para dar salida al nuevo tren de la vida. Otro reto y deseo para mi cuerpo y mente, aunque sé de mi espera en esta vieja estación de trenes.



Madrid, 24 septiembre de 2009


domingo, 20 de enero de 2019

VISITA AL MUSEO DEL PRADO. BELLEZA.





Algunas mañanas me pongo en marcha y paseo por las arenas y los olores de El Retiro. Es un camino que abre la sensibilidad de los sentidos, sobre todo la mirada. Los pasos por dicho parque es una buena puerta de contrastes antes de adentrarme en cualquier sala del Museo del Prado. Cada vez que lo visito, y ya van unas cuantas, mi asombro por las figuras, por los objetos o por los paisajes que me rodean, se agranda. La percepción de la belleza me hace mirar y mirar, hecho que luego provoca en mi consciente una reacción de palabras que más tarde me harán viajar a un conocimiento, que en lucha vana, me acercan al entendimiento de la belleza subjetiva, pues cada uno tenemos diferentes apuntes de ella. Un ejemplo de esto es que algunos dicen, y digo que dicen porque no sé lo que piensan, que la belleza es simple, fácil, y otros manifiestan que la belleza es difícil. Personalmente no tengo la idea formada y aún menos la mirada educada para posicionarme a favor de alguna de las dos perspectivas sobre la belleza, aun acertando su razón de belleza como armonía y perfección.


JARDÍN DE LAS DELICIAS- ( EL BOSCO)



Los pasos, en este caso por el Prado, lo que me incitan es a mirar y a mirar, a observar por curiosidad, también por naturalidad; ¡qué hago en un museo si no mirar! Y digo que, cada vez que entro en el Museo del Prado, lo primero que siento es un asombro por esa educación de la luz que auroran, mediodeanatardecen sus paredes. Pero el mirar hay que acotarlo, hay que llevarlo a un tiempo limitado, pues,si así no lo hiciera, el asombro se escaparía de mi entendimiento, cambiaría de nombre y también de palabra.
Una vez el tiempo cumplido, el caminar de nuevo por El Retiro se me hace más íntimo y todo él se me abre con distintos tonos de colores o de sombras, de arenas o de vuelos de pájaros, a los que, quizá un nuevo y pretenciosos entendimiento, me hace casi creer que puedo cogerlos.









Madrid, 2012.

domingo, 13 de enero de 2019

Desde la terraza de mi casa en la calle Argensola. Madrid, 1971. Recuerdos.






Se abre la tarde sobre las escayolas ribeteadas en azul y blanco gasa. La brisa de Guadarrama, en serpentín sombrerero, adelgaza los alquitranes rodados de Madrid. Los balcones en radios
abiertos al "Carrusel Deportivo" y dentro, entre algunos desconchones de más futuros y quizás de infinitos frenados de siempre, los sabidos lamentos del vecino que mira y remira su quiniela. Los gastados tejados se van en olas pardas de gorriones bajo cornisas de nidos y planeos escondidos, y la hora de las camisas de paseo, del boquerón en vinagre y el calamar frito al debe de la espumosa caña, se descuelga hasta las aceras, como incensario seguido, impregnándolas de saludos y sonrisas que
aceptan la compañía de los pasos que doblan la esquina. Se cerró la tarde bajo las llaves de las farolas, sobre los espejos de adoquines de trazos y manguera, en el silencio roto del chuzo de un sereno que iba, en carcelero ligero y dormida rota, buscado la voz que enmarcara el rostro de luna culpa. Se cerró la tarde tras la hoja escrita por mi retentiva y mis añoranzas. Se cubrió la tarde de retrato con la manta y el polvo que me negrea. Se ahogó la tarde en su misma marea.






Madrid, 2012.

jueves, 3 de enero de 2019

EL ÚLTIMO REGALO DE REYES DE MI PADRE..



En las personas, con los años, la añoranza se nos mete por la piel como los rayos de sol en primavera. El tiempo, inexorable para
las gentes por la consciencia de él, nos regala o nos castiga de forma arbitraria y sorpresiva, si no la historia de cada uno sería demasiado aburrida. Y así un día de apellido especial, ése en el que los sueños de juegos apenas nos dejaba modorros a primera hora de la noche, recordé esbozos de mi niñez compartida con mis hermanos. Pero como dije, el tiempo nos sorprende y en mí se alzó la aventura desde la voz de mi padre.
-¡Niño!, voy a hacer picatostes. ¿Tú vas va querer alguno?
Sin pensármelo dos veces fui con mi padre y en la cocina lo vi
con el lío de la sartén, el aceite y el pan.
-Niño, esto me recuerda cuando yo era un chiquillo.
Mientras esperábamos que el aceite hirviera, mi padre cogió un
plato y lo medianó de agua, para luego echarle un poco de sal.
-¡Jo!, se me está haciendo la boca agua.
Él recordaba, a través de los hechos y los sabores que siempre nos acompañan, a sus padres, a sus hermanos y demás familia de su ya lejana infancia.
Saboreamos, picatoste a picatoste bañados en agua sal. Desde aquél desayuno del día de los Reyes Magos y después de compartir ese momento con mi padre, me rendí, una vez más, ante la evidencia que siempre negamos, por hacernos maduros y consecuentes, de que los Reyes Magos también regalan sus encantos extraordinarios a los escépticos o relativistas, que tanto están en boga, a plena luz de día.




Madrid, enero de 2012.