LA MUJER DE LA BANDOLERA BLANCA.
Una aurora se dejaba caer sobre los
espejos de la mar, otorgando a los distintos horizontes la mezcolanza de
colores que siempre nos parece única en el momento, - quizá también por
singular -, en que nos ponemos frente a ella las gentes que habitamos, la
mayoría de nuestro tiempo, en tierras adentro. Aquella aurora se deslizó por su
curva y el Sol se cuajó brillante desde el silencioso lapislázuli hasta el
murmullo espumaje de la orilla. En la arena de la playa unas huellas sellaban
el paso de alguien. Las seguí con la vista y a mitad de camino me encontré con
la silueta, danzarina por el calor, de la mujer de la bandolera blanca. La
sorpresa me lanzó a la mar. El agua estaba fresca. Volví a mirar a la playa. La
mujer de la bandolera blanca continuaba sobre la arena, ahora sentada de manera
elegante, regalando su rostro a la tenue brisa que exhalaba el mar. Parecía
ausente. Quizá estuviera repasando las hojas repletas de un amor ya terminado,
o quizá imaginara, o quizá sólo estuviera disfrutando de las vistas y del
susurro del paraje, pero yo elucubraba de manera fútil. Me sumergí una vez más
en la mar para continuar el estimulante baño y cuando ya saciado de sal, me
encaminé hacia la orilla .La mujer de la bandolera blanca había desaparecido.
Miré para un lado y para el otro de la playa, pero nadie. Era el primer día que
me asomaba a la mar. ¡Mañana la volveré a ver!, me dije. Sin embargo no tuve
que esperar a la mañana siguiente. Decidí salir de casa y sentarme en un banco
del solitario y coqueto paseo marítimo. La noche era espléndida y además había
luna llena. Encendí un cigarrillo con placer, y sin embargo la tranquilidad me
abandonó de inmediato cuando vi, sentada dos bancos más mi izquierda, a la
mujer de la bandolera blanca. Estaba de espaldas al mar, con el pelo recogido
en su nuca. Me pareció muy hermosa. La miré varias veces y me extrañé por su
juventud. ¡Seguro que está esperando a alguien!, pensé. Toda la Luna plateaba la mar y se
erguía, a retazos, sobre los cabellos de aquella mujer acercándomela, pero no,
ésta seguía a dos bancos más a mi izquierda. Una de las tantas veces que la
miré, me encontré con su mirada y un fugaz resplandor me descabalgó de mis
pensamientos. De repente, un halo de misterio envolvió a la mujer de la
bandolera blanca, mientras que a mí, el nerviosismo y la ansiedad me hicieron
encender otro cigarrillo. Cuando separé los labios del encendedor, el segundo
banco a mi izquierda estaba vacío. Me levanté, miré para todos los lados en
busca de la mujer de la bandolera blanca, pero no la vi. No había rastro de
ella. El pitillo se me fue enseguida y decepcionado conmigo mismo por no haber
intentado conocer a la mujer de la bandolera blanca me acosté. Miré por la
ventana y la Luna
tampoco estaba.
A la mañana siguiente la impaciencia
era la sombra que el Sol proyectaba de mí sobre la arena de la playa. ¡Hoy hace
poniente fuerte y por eso no baja a la playa, es lo más normal o a lo mejor
está de compras o a lo peor se ha marchado de aquí y ya no vuelve, pero no
creo, una chica tan joven y guapa no está sola mucho tiempo, y aún menos en la
playa y en verano!, me decía mientras las horas se hacían más verticales.
Pasaron unos días y con ellos mi esperanza de volver a encontrarme con la mujer
de la bandolera blanca, hasta que una temprana mañana, con el Sol todavía niño,
en el lugar que habitualmente me situaba en la playa, encontré, cerca de la
orilla, una bandolera blanca. La cogí. ¡Sí, sí!, seguro que era de la mujer que
yo esperaba. ¿Pero dónde estaba? No la veía por ninguna parte. En la playa no
había nadie. Miré detrás de mí y tampoco; unos ancianos paseando los perros y
nadie más. Me volví y con el respiro cortado me encontré frente a la mujer. El
asombro me dejó perplejo y sin embargo, al instante, comprendí todo cuando la
miré a los ojos. Eran la misma mar; tonos ojizarcos mezclados de glaucos con
tenues nubes de gris y finos surcos de corrientes marinas en continuo
movimiento bajo las sonrosadas auroras, y todo enmarcado en las brisas y en las
espumas rizadas de sus largas pestañas. La mujer era una náyade que el mismo
Poseidón había querido retener para sí desde que dejó el Olimpo. Aquellos ojos
no me cansé de mirarlos. Quería retenerlos en los míos a tiempo, sin parpadeos,
pues sabía, aunque me lo negara, que la inmensidad de sus colores, sin nombres
concretos, se irían tras el destino que la Fortuna había decidido para ellos. ¿Me das la
bandolera? Alargue mi brazo sin dejar de mirarla. Se la puso y de espaldas al
mar se fue metiendo en él. No dejé de mirarla hasta que un escozor en mis ojos
hizo que parpadeasen varias veces. La mujer de la bandolera blanca no había
desaparecido en la mar, pues ella era la mar. Lo último que vi de la mujer de
la bandolera blanca fue su bandolera; un blanco pez saltó entre las olas.
Almerimar, 20
de agosto de 2004.