domingo, 3 de diciembre de 2017







La rigidez no es mármol sin gubia,
no están en las rocas salvajes de los horizontes,
ni se alinea dentro de los huesos
de los muertos,
no se escapa por el extremo del pene
ni se sustenta en el óxido antes fundido,
no es el clavo del desnudo frío
atravesando la piel de los vivos,
tampoco sotanas a cercén de hálitos
desde los escalones fundamentalistas de los púlpitos.
No habita las paredes
que tras un cerrojo se descomponen,
no es la resistencia del grillete
a la largura de un paso,
ni es el alquitrán gélido
ante el perfil de una huella,
no es la raíz del pino que clava su vida
hasta lo profundo de la tierra,
ni la tabla de logaritmos
que no dejan más cánones que sus propios guarismos.

La rigidez está en la mirada - cuando vemos -,
de nuestros ojos de bronce,
en el tintineo del dinero sobre el cristal de un platillo ajeno,
es el hongo engullidor de una bomba,
se incrusta en el silbido de una bala sanguinosa,
está en la congoja de una despedida impuesta,
es un rostro de un niño sin sonrisas,
se encierra en una mano hecha puño que golpea,
está en la amistad manipulada,
se hace lanza en una cama abandonada.
Se alimenta de la ausencia de palabras,
crece dentro del segundo en el que no se deja residir,
está en el secuestro del individuo
por la globalización predadora, ávida sólo de beneficio dinerario
que el hambre de un hermano da.

La rigidez es saber de la penuria de un extraño
y ejecutarla - lo antes posible - , por causa sumarísima,
aun del sufrir del extraño.
Ella está en los genes que, de los pilares
más primarios, aún encadenan a todos los de apellido <humano>.







De " Palabras de tinta y aire" Madrid, noviembre de 2007-