lunes, 23 de abril de 2018

PAISAJE Y PAISANAJE.


plano real jardin botanico de madrid




















Una mañana del mes de mayo visité el Real Jardín Botánico de Madrid. Una brisa fresca me regalaba la agradable sensación de las horas tempranas de primavera; en particular la que hace que sienta a mi espíritu con más fuerza en mi sangre y a la vez como más ligero o más limpio si se quiere. Mis andares eran tranquilos, más bien como perdidos, por los colores, los aromas y los nombres de las plantas y árboles que conjuntan el Jardín. Al cabo de un rato decidí sentarme en una de las glorietas que forman unos altos Tilos para ordenar y ampliar las notas que fui tomando. Los nombres y las procedencias que escribí me hicieron ver en cada hoja del cuaderno un mapamundi floral. Sin embargo, en el cuento que estaba escribiendo, supe que faltaba algo. Una segunda lectura de mis notas abrió la puerta a una pregunta en mi composición: ¿y a Madrid qué flora lo distinguirá? La respuesta no surgió de inmediato y con un sol más alto que los Tilos, me encaminé a la salida del Jardín con parada obligada en el bar de un amigo para disfrutar de una caña de cerveza fría con un vaso de caracoles picantones.
Ya con la segunda tapa, quise volver a mis notas, pero una de las muchas voces que oía en la terraza me dio la respuesta que minutos antes no me supe responder. Observé a la gente que me rodeaba. Todas distintas, de razas dispares y acentos diferentes.
Sin embargo todas estábamos haciendo algo parecido en un mismo lugar y a un mismo tiempo. Ante mí tenía la flora que puede caracterizar a Madrid, a este Madrid tan cambiante y tan igual en los tiempos, pues eso del madroño no forma parte de este cuento. Puse mi atención en un abuelo que hablaba de la dureza de la vida con su nieto. Sus palabras de inmediato me recordaron los paisajes de olivos que penetran en Madrid desde el sureste; olivos ordenados, cuidados. Las palabras del abuelo también eran ordenadas y cuidadosas con su nieto. Al poco, una voz ronca por recia llamó mi escucha al gritar, ¡camarero!: un vaso de vino tinto y media de jamón. Allí tenía la encina que baja desde Gredos, por el oeste, hasta el Guadarrama. Seguí mi interés y también descubrí los pinos que sujetan las tierras de Madrid con las de Segovia. Anotando las ideas en el cuaderno, un niño se me acercó pidiéndome agua, pero sin darme opción a responderle, llegó su madre y lo alejó de mí solicitándome perdón, una indulgencia que no venía al caso. Al volver mi vista al interior del cuaderno, vi los hayedos que refrescan las noches del noreste de Madrid.
Terminé mis tapas y después de despedirme del amigo, tomé la acera de siempre y me dirigí hacia mi casa. Cuando entré, mi padre estaba cuidando los geranios y los claveles del balcón.






Madrid, cuatro de mayo de 2010.

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